Mi Hogar Interior
El viento mece las hojas de los arboles de mi jardín dejando en el aire un perfume entre Fougère y Hespérides, el perfume del desengaño que enturbia mis pensamientos mientras acaricio la corteza de una acacia que silenciosa llora en una esquina de mi casa. Poco a poco me voy acercando a mi hogar interior, mi hogar perfecto y no puedo evitar fijarme en la hiedra de bondad que recubre sus ladrillos y en el tejado de la zona centro, hundido desde hace tiempo, seguro que hay goteras pero no me preocupa en estos momentos, me acerco a la puerta principal, casi escondida por la maleza de su ser superior, allí me espera una puerta de roble macizo reforzada por hierro, la llave está guardada detrás de un ladrillo suelto de la pared y cuando la abro chirría ruidosamente sobre sus goznes molesta por haber sido despertada de su letargo.
Detrás unas escaleras abandonadas que miedo dan subir los peldaños que los envuelven una gran oscuridad, mi luz por ellas vacila como una antorcha al viento, mis pisadas suenan ruidosas, por el suelo deteriorado por el mal paso de los años, pero el amor me hace subirla hasta llegar a una sala de trofeos y fracasos cargada de humedad; desde las paredes me saludan armaduras abolladas y espadas ya gastada que usó en batallas que ya dejaron de importarle, y al fondo un cuadro majestuoso, “La Rendición de Breda” de Velázquez, toda una lección de ironía teniendo en cuenta la puerta acorazada que deja al descubierto al girar sobre unos goznes ocultos, una puerta que parece negar lo que esconde.
Incomodo recoloco la gastada mochila de cuero que llevo a la espalda. Con la esperanza de líbrame de ese peso. La puerta mas abrirse, se arrastra perezosamente, dejando entrever una habitación iluminada por las velas donde se puede adivinar una locura. Parece que ha llegado la hora de añadir un nombre más a mi lista de fracasos y guardar los recuerdos que me ha dejado esta última aventura de sabanas de seda y labios tan finos que en vez de besar, cortan.
Entro en la habitación y me acerco a una mesa camilla cubierta de raso rojo sobre la que descansan algunos objetos; una sonrisa desdeñosa, un mechón de pelo de un color imposible, un hombro tatuado con un eclipse, unos labios hambrientos, el recuerdo de aquella manera que tenía de deslizar su dedo por mi espalda y algunas cosas más que es mejor no nombrar. Con deliberada lentitud me quito la mochila de la espalda y rebusco en su interior hasta encontrar lo que busco; unos ojos de mirada anhelante, y los dejos cariñosamente junto al resto de recuerdos, desde luego es una bonita colección de cosas que una vez fueron mías...
Con un suspiro recojo mi mochila y me dirijo a la siguiente parada, una pared llena de cuadros, cada uno representa un momento importante, de mi mochila saco un cuadro mas y lo coloco en un hueco vacío que parece llevar toda la eternidad esperándolo, otro recuerdo; un Van Gogh, todo pasión y locura, como fue cada día cerca de él. Mi corazón no soporta seguir mirándolo y me alejo apresuradamente, y tropiezo en el pasillo con un libro, “Historia de los principios y los finales”, este me produce un regusto amargo en la boca y decido ojearlo, de un soplo le quito el polvo de los años, que vuela en forma de nube por la estancia, lo abro en una página al azar y a la luz de las velas leo en voz alta: “..porque todos los finales son el mismo repetido...” Lanzo el libro enfadado hacia una esquina donde aterriza entre las palabras que debí decir y nunca dije; una vez más meto mi mano en la mochila que cada vez pesa menos y saco un ramillete de cosas dejadas sin terminar. Pero aun me queda el último paso, el más temido, el más difícil.
En la esquina más alejada hay una pesada cortina, al descorrerla queda al descubierto un repisa de roble tallada en cuyos están se descubren unas cajitas, fabricadas en los más variados materiales, las hay de ébano, de marfil, de nácar, de bronce y hasta de acero, en la tapa de cada una de ellas hay escrito un nombre, una ilusión, si algún alma perdida abriera esas cajitas solo encontraría polvo y cenizas, restos de los sentimientos que ardieron en la pira de la indiferencia, de los recuerdos olvidados y de las palabras que nunca se dijeron... y saco de mi mochila el ultimo objeto, el más importante, una cajita de plata labrada con amatistas de un brillante color violeta engarzadas, el lema de la tapa prefiero no leerlo, demasiadas veces lo he susurrado en el silencio de mi habitación, la coloco con cuidado en una balda, le dirijo una última mirada , un “quizás en otra vida” y cierro la cortina de un tirón.
Ya no queda nada en mi mochila pero al igual que mi corazón cuanto más vacía mas pesa, paseo un poco por mi cámara acorazada, en un ataque de ira le doy una patada a mi colección de direcciones de calles que no existen y lanzo contra la pared una bola de cristal que encuentro en una balda, al final, como siempre, solo obtengo cristales rotos.
Sin fuerzas para continuar me derrumbo sobre una vieja mecedora de mimbre que no recuerdo haber visto antes, en momentos como este me gustaría fumar aunque solo fuera para poder ver esfumarse a la esperanza entre el humo de los cigarrillos.
No puedo evitar una triste sonrisa, estoy cansada, demasiado , quizás a partir de ahora debería limitarme a cumplir años solo los años bisiestos terminados en dos, aunque solo sea para fastidiar. Miro mis manos temblorosas que no han vuelto a conocer una patria desde que perdieron el tacto de su piel y me escapo a una época más feliz en la que mi universo era tan ancho como sus metas, cuando todos los ascensores paraban en el séptimo cielo y todos los días hacíamos excursiones a las minas del rey Salomón. No sé cuánto tiempo paso en este estado, no creo que existan horas en la eternidad para medirlo, me olvido del bien, del mal y de todo lo que hay entre ellos, mi único deseo es huir al fin del mundo pero ya no me quedan más islas en las que naufragar. Necesito toda la fuerza de voluntad que pueda reunir y algo más pedida a crédito para poder empezar mis pensamientos y llevarlos lejos de los días en los que hacía planes imposibles que susurraba a gritos.
No sé ni cómo, pero recupero la compostura, al menos por el momento, intento pensar en ello sin perder el control, lo recuerdo inocente, cuando el me sonreía el mundo parecía recién pintado y cuando me besaba lo hacía tan despacio que hacía que me olvidara de respirar, eran besos tan ardientes que basta con probarlos una sola vez para ser adicto para toda la vida. Pero hay cosas que son como son, el ya es discípulo del sol y yo soy una hija de la luna, debería haberlo visto venir, quizás lo vi y preferí cerrar los ojos, tanto tiempo llevaba escondido tras mi coraza de acero y sarcasmo que tuve el antojo de hacer con el una excepción y redescubrir para qué sirve un corazón, y toda mi mente fue para el, hasta el punto que todo lo olvidé, me olvidé de la prudencia, de la calma, de las noches pasadas en el infierno donde siempre llueve sobre mojado, y sobre todo me olvidé de que en historias de dos conviene a veces mentir, en un raro ataque de honestidad quise dibujarle un mundo real, no uno color de rosa, sin pararme a pensar que el hubiera preferido mentiras piadosas.
Cometiendo error tras error fui clavando clavos en mi propio ataúd sin comprender lo que pasaba a mi alrededor, irónicamente no fue hasta que todo había terminado que encontré palabras para definir aquella relación, era algo así; “Yo no jugaba para no perder, tu hacías trampa para no ganar, yo no rezaba para no creer, tu no besabas para no soñar”
Como en Casablanca la culpa no fue de nadie, una cosa llevó a la otra en rápida sucesión hasta que la meta se perdió de vista entre lagrimas y muerte, y yo, que había invertido hasta mi último penique en quimeras y nubes de algodón con castillos de tres torres, terminé por hundirme bajo el peso de mi propia ingenuidad, y volviéndonos cada día más “yo”, cada día más “el” pero sin el menor rastro de un “nosotros”. Y al final, en pleno ataque de desesperación arrié mi bandera frente al Cabo de Buena Esperanza, el me sonrió con dulzura y en mitad de un “te quiero” se murió…
Suficiente recordar, es hora de dejar que la vida siga como siguen las cosas que no tiene sentido. Con mi mochila vacía al hombro me dirijo a la salida, pero antes de terminar tengo una última cosa que hacer, un último símbolo, miro mis pies calzados con mis viejos zapatos de baile, tienen la suela gastada de tantos giros y tantas vueltas que he dado con ellos pero es hora de pasar página, llevo mucho retrasándolo pero es necesario, lo que estos zapatos representan ya no forma parte de mi, así que me los quito sin soltar los cordones y los lanzo al montón de las cosas que se fueron para no volver. Con el frío del suelo de piedra atravesándome los calcetines me encamino a la puerta.
La puerta blindada se cierra por completo y al colocar de nuevo el cuadro en su lugar me sorprende ver que ha cambiado, ya no es un Velázquez sino un Goya, “Los fusilamientos del dos de Mayo”, más ironía.
Cuando llego al final de la escalera y salgo de nuevo al jardín de mi desvencijada alma tengo la sensación de dejar atrás el pasado, aunque tampoco seré tan necio como para decir que he ganado mi guerra interior, hace mucho que aprendí que detrás de cada “jamás” se oculta un “ojala” y que todo “adiós” maquilla un “hasta luego”, pero una batalla vencida no es tampoco baladí. Mientras cierro la puerta reforzada en hierro que da al exterior y guardo la llave detrás del ladrillo suelto me pregunto si alguna vez dejare de sentir en mi boca el sabor amargo de las palabras que nunca dije, de las cosas en las que falle y inevitablemente dentro de mi búsqueda, me equivoque. Pero no merece la pena pensar demasiado en ello, las cosas llegan pos sí mismas. Y así, ni tan arrepentido ni encantado de haberme conocido, me alejo hacia el atardecer con otra frase de una canción rondando mis pensamientos:
“…y construyo castillos en el aire
a pleno sol
con nubes de algodón
en un lugar donde nadie pudo llegar utilizando la razón…
en los demás al verlo tan dichoso, cundió la alarma…
no fuera a ser contagioso…
ser feliz…”